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domingo, 28 de octubre de 2018

EL PARTIDO CLERICAL


MISA EN LUJÁN
 “No nos dejemos robar el entusiasmo. No nos dejemos robar la esperanza. No nos dejemos robar la alegría permanente. No nos dejemos robar…”
Monseñor Radrizzani, Arzobispo de Lujan, parafraseando a Francisco
                               Un eufórico arzobispo cantaba fuera de micrófono “patria sí, colonia no”, acompañado con los vítores de la multitud y la atenta mirada complaciente de Moyano y sus acompañantes. Fue durante la misa organizada por el jefe camionero.
                               Tal vez, teniendo en cuenta su distinguido auditorio, no fue necesario parafrasear la frase completa de Bergoglio que encabeza esta nota, con el “no nos dejemos robar…” bastaba y sobraba, aunque le ardiera la oreja a más de uno de los presentes.
                               Con la misa efectuada días pasados, a pesar de que las verdaderas intenciones quisieron ser ocultadas bajo los generosos pliegues de la sotana, ningún argentino dejó de darse cuenta de sus alcances e implicancias.
                               Radrizzani, el arzobispo, no se quedó en la ajada consigna pronunciada fuera de audio. Por el contrario, a través del micrófono instruyó a la sociedad y al gobierno acerca de medidas concretas en lo económico, político y social que la iglesia reclamaba como portavoz de un definido sector.
La misa que en Luján reunió a los popes del peronismo, kirchnerismo y sindicalismo, constituyó una apuesta fuerte de la jerarquía eclesiástica argentina por un definido sector político
                               “Quiero felicitarlos que construyan una alternativa humana a la globalización excluyente”, dijo un entusiasmado prelado dirigiéndose a Hugo y Pablo Moyano, Hugo Yasky, Daniel Scioli, Felipe Solá, Guillermo Moreno, Wado de Pedro y Roberto Baradel, entre otros.

                               Y no se quedó en lo político, fue más allá, recomendando “que cambien el modelo económico y convoquen a un acuerdo social”, demostrando que la iglesia también es competente en política económica.
                               Por si ello fuera poco, para no defraudar las expectativas de los que se sentaban en primera fila, se animó con la justicia, expresando que “sufrimos un poder judicial que cree que hacer justicia es desechar la presunción de inocencia”. ¿Cómo no solidarizarse y denunciar la persecución judicial que sufren los que se llevaron el dinero público?, pensó para sus adentros el religioso.
                               Tan entusiasmado estaba Radrizzani con los Moyano, los Scioli, los Baradel, los Moreno, y con la multitud, que no advirtió que con sus palabras estaba blanqueando la injerencia de la iglesia en la política argentina, que hasta entonces se pretendía presentar larvada.
                               Sus palabras no versaban ya sobre un llamado a la concordia, al fomento de la fe religiosa, a la protección de los pobres; su homilía constituyó un verdadero programa de gobierno, una plataforma partidaria.
                               Tal vez excedido en su frenesí, pero sintiéndose apoyado al más alto nivel de su jerarquía, entendió que era el momento de blanquear en la Argentina las pertenencias ideológicas.
Radrizzani, el arzobispo, en una suerte de “excusatio non petita”, intentó despegar al Papa de la movida, aunque la aclaración no pedida sólo logró generar el efecto contrario
                               ¿Por qué estaría mal que los amigos políticos comiencen a reagruparse, que se ayude a los compañeros en desgracia, que sea hora que los bomberos comiencen a no pisarse la manguera? Basta de arrepentidos, es hora de los cómplices.
                               Era antinatural que un caudillo sindical prepotente, poderoso, millonario y peronista, como Moyano, estuviera enfrentado con Cristina. De última, si no los unía el afecto político, debía juntarlos el espanto, el espanto que comparten por la muy cercana posibilidad de terminar tras las rejas.
                               Y la Iglesia Católica, haciendo gala de su carácter de institución milenaria que supo navegar en aguas mucho más borrascosas y siempre salvarse del naufragio, debía de ser el elemento catalizador de esa resistencia.
                               También era antinatural que una institución religiosa, guiada desde lo más alto por un connacional, que hace valer su presencia inmanente en el escenario comarcal como antiguo simpatizante del peronismo “guardahierrista”, no cerrara filas con el populismo nacionalista y clerical, en contra de un gobierno al que tildan de neoliberal y que cometió el pecado de lanzar la piedra sin esconder la mano, sometiendo a la discusión legislativa un tema tabú para la iglesia como el aborto.
                               En una suerte de “excusatio non petita”, el arzobispo de Lujan se apresuró a aclarar que el Papa nada tenía que ver con la misa, una patética subestimación de la inteligencia de los argentinos y un reconocimiento por defecto que Francisco es siempre el padre moral de los movimientos de la jerarquía eclesiástica en nuestro país.
                               Con la misa en Luján, temo que ha constituido el Partido Clerical, una avanzada política en la Argentina, que combina la experiencia de conocidos popes del peronismo, el kirchnerismo y el sindicalismo, con la sabia nueva de una jerarquía eclesiástica que ya se anima a intervenir en los asuntos del César, sin abandonar los de Dios.
Que el arzobispo de Luján haya cantado, fuera de micrófono, la ajada consigna “patria sí, colonia no”, recibiendo los vítores de la multitud enardecida, demuestra hasta que límites alcanza el desconcierto del clero en estos tiempos
                               Con una dirigencia reciclada a las apuradas, los argentinos saben que esperar del Partido Clerical, Radrizzani esbozó su plataforma: un cambio en el modelo económico (no dijo cual ni cómo), una política exterior de abandonar el mundo globalizado y cerrarse en las fronteras nacionales y regionales, y una justicia que no persiga a los que se llevaron el dinero público.
                               Es inútil intentar tapar el cielo con las manos o las verdaderas intenciones de la misa bajo la turbidez de la sotana. No es buena noticia para la fe de los católicos, que sus prelados hagan arte y parte de una parcialidad política, no son los curas los encargados de indicarle el camino económico y político a un gobierno que, les guste o no, ha sido elegido para estar dónde está. Y menos bueno es que con una misa se intente escudar a quiénes tienen a la justicia en sus talones.
                               Hay mucho aroma populista en esta movida. El populismo no es revolucionario ni reformista, es populismo. No es contrario al capitalismo, pero prefiere el capitalismo de amigos, ese que regala obras a los empresarios afines a su gobierno, tanto como el púlpito obsequia rosarios a los amigos en desgracia.
                               Los zapatos gastados del populismo no son los pies descalzos de la pobreza, ni la modesta cama de Santa Marta el lecho de espinas del virtuoso. Son apenas gestos ampulosos que esconden el afán de exteriorizar una imagen de cambio que, en los hechos, poco se ha concretado.
Hasta cuando la sociedad argentina seguirá recibiendo, de parte de quienes tendrían que ser sus guías espirituales, mensajes ambiguos y contradictorios en temas tales como la política, la honestidad en el ejercicio de los cargos públicos y la prescindencia eclesiástica en temas del César
                               Verdaderamente es triste advertir, a esta altura, que desde los encumbrados lugares del un culto tan caro para los argentinos, se siga con la impronta del zapador de trincheras antes que con la del constructor de puentes.
                               Figurativamente hablando, la mayoría de los argentinos no somos tan estúpidos para consentir que Dios en la tierra se lleve consigo los asuntos del César. Menos aún que lo haga desde más de diez mil kilómetros de distancia, y a través de sus representantes menos calificados.
                               Reivindicamos el derecho inalienable de practicar nuestra fe religiosa, o de no tenerla, pero también del derecho de pensar con nuestras propias neuronas sobre el rumbo del país, sin que desde los púlpitos vengan a darnos consejos que desnaturalizan definitivamente la misión eclesiástica.
                                                           Jorge Eduardo Simonetti
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